Existe una zona en el océano Atlántico, a unos 30 grados norte y sur del Ecuador, que los marinos de todo el mundo conocen desde hace siglos como la “Latitud de los Caballos”. El origen del nombre se remonta a los tiempos de los primeros viajes al Nuevo Mundo, cuando los barcos que cruzaban el Atlántico se topaban con una zona donde el viento dejaba de soplar súbitamente. De pronto, las tripulaciones se adentraban en una balsa en la que permanecían varadas durante días, azotadas por un calor y una sequedad insoportables. Cuando la situación empezaba a ser desesperada, los marinos se veían obligados a aligerar el peso del barco para aprovechar el más ligero viento y escapar de aquella zona muerta. Entonces arrojaban por la borda todos lo enseres prescindibles, ya fueran muebles, mercancías o los propios cañones.
A menudo, después de días y días perdidos en la nada, la situación llegaba a ser tan terrorífica que no tenían más remedio que deshacerse de los caballos.
La tripulación arrojaba a los caballos aterrorizados por la borda, y éstos nadaban durante millas detrás de los barcos, antes de comprender – como cuenta Rodrigo Fresán – que todo había terminado y de dejarse arrastrar “por el imán de las profundidades”.
Otra versión de la misma historia, asegura que los marinos se tenían que deshacer de los caballos para conservar las reservas de agua y comida. A veces, cuando la comida escaseaba, se dice que optaban por comérselos.
En cualquier caso, la mayoría de aquellos marinos no dejaban de escuchar los angustiosos relinchos de los caballos durante el resto del viaje y acaso de sus vidas.
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